Yo me recuerdo como un niño alegre, sin ser graciosete pero con esa sonrisa inquieta del chavalín que se fascina por todo, por cada pequeña cosa que va aprendiendo al abrirse paso por la epopeya de la vida. Pero de repente un día, ya adulto, miré mis álbumes de fotos, Facebook, Instagram, y me hice esa pregunta: “¿Por qué he dejado de sonreír?”
Miguel Salas es un buen amigo y maestro vital. Miguel me recordaba, en conversación con él para uno de mis podcasts, cómo en el manifiesto surrealista André Breton dejó por escrito la reflexión de que “la imaginación, que nunca acepta un papel subordinado, se retira antes de que el niño cumpla veinte años”. Fin del pensamiento mágico. La razón cerrando con llave las puertas de ese mundo imaginal intermedio entre cielo y tierra, entre dios y hombre, del que hablaron los pensadores sufíes. El adulto matando al niño. (Y a su sonrisa).
Soplamos velas y nos ponemos a pensar. Dejamos de imaginar. Desde más allá de las fronteras de nuestras profesiones creativas, sea cual sea la disciplina, nos alaban con el tópico de que tenemos “una gran imaginación”. Y yo respondo que no es cierto; como diseñadores no imaginamos; solamente pensamos. Creamos desde la razón. Analizamos, reflexionamos, estudiamos, ideamos y planteamos soluciones prácticas a un problema, a una necesidad, a un tener que hacer y no a un querer hacer. Y así nuestro rol tiene más que ver con ingeniería que con imaginación. Racionalismo absoluto. Pensar.
Pero el niño sigue ahí, reprimido, jugando en una esquinita del inconsciente con sus amigos imaginarios.
Yo, que en mis quince años de profesión he estudiado todo tipo de aplicaciones de software, que me he obsesionado con retículas, manuales de tipografía, medido al milímetro proporciones, armonías de color… de repente descubro que mi (casi) única herramienta de trabajo hoy, es el lápiz de Slack con el que pinto líneas sobre los diseños de mi equipo compartiendo su pantalla. Ese sencillo lápiz, ideado para corregir o guiar ideas, se vuelve juguete, y cada sesión de trabajo acaba en un garabato improvisado y desenfadado. Y siento que en ese lápiz de trazo efímero, de un solo color, de un solo grosor, de un solo uso, viaja ese niño.
Atraído por esa sensación, y con la eterna curiosidad llamando a mi puerta, escogí a algunos compañeros de Soluble como conejillos de indias y les di algo parecido a ese lápiz. Sin que ellos supieran cuál era el propósito. Solamente tenían una primaria herramienta de dibujo y un lienzo en blanco. Sin instrucciones. Y sobre todo, sin un porqué. Los resultados fueron los esperados: ni un solo dibujo complejo, nada razonado, nada perfecto. Solo garabatos, muchos garabatos, algunos más sencillos, otros más complejos, pero garabatos. Y si acaso, dos puntos y una curva en forma de sonrisa. Por fin la sonrisa de vuelta. Dejaron de pensar y el niño asomó su cabecita.
En otras culturas las fronteras entre consciente e inconsciente, entre razón e impulso, entre pensamiento materialista y mágico, aún son más difusas. Quizás ahí todavía pervive el encuentro diario y directo con la imaginación. No me sorprende que, desde nuestra soberbia posición, muchas veces las llamemos culturas primitivas o menos desarrolladas. Nos hemos vuelto muy serios. Muy adultos.
Los garabatos sobre el lienzo, la carita sonriente, el lápiz de Slack, son solo una pequeña muestra de que en el fondo somos niños que juegan a no serlo. El pensar nos hace dejar de imaginar. El pensar nos hace dejar de sonreír. Pues qué pena. Malditos veinte años.
Ritxi Ostáriz Design Lead |